InicioNoticiasEnfoque HumanoNi presidente ni CEO, es el Vicario de Cristo

Ni presidente ni CEO, es el Vicario de Cristo

Ciudad de México, 6 de mayo de 2025. Polarización, desigualdad, pobreza, explotación, ansiedad, migración, desastre ecológico, inseguridad. Derechos humanos, digitalización, nuevas realidades geopolíticas. Solidaridad, justicia, paz, caridad, respeto a la vida. La lista podría continuar sin cesar. El mundo actual enfrenta un cúmulo de desafíos, tensiones y oportunidades. Es una realidad multicausal, de entramados complejos, poliédrica, tan difícil como apasionante. Esa es la circunstancia histórica que recibirá el nuevo Papa.

La primera tentación en la que podríamos caer es pensar que el siguiente pontífice debe contribuir decisivamente a la solución de cada uno de estos problemas, o encabezar determinadas agendas. Es cierto que la Iglesia Católica puede ejercer una influencia notable en la cultura, la vida social y las instituciones. Sin embargo, esa no es, ni debe ser, su misión principal.

Por eso, conviene comenzar por ahí, sin dejar de abordar más adelante las tareas concretas que puede asumir. El desafío más profundo para cualquier Papa es, ante todo, el de la vida interior, la fidelidad al Evangelio y la capacidad de hacer presente a Cristo en la vida de las personas. Precisamente por eso se le llama el Vicario de Cristo.

El primer reto: anclado en una fe profunda

De lo que casi nadie habla en la opinión pública —y que, paradójicamente, es lo más sencillo y al mismo tiempo lo más exigente— es del hecho de que un Romano Pontífice debe tener una profunda vida interior. No se concibe un Papa sin vida sacramental, sin eucaristía, sin largos ratos de oración, sin intimidad con Dios, sin fe, esperanza y caridad. Aunque es cierto que el último siglo nos ha regalado pontífices ejemplares en ese sentido, la historia muestra que no siempre ha sido así. Por eso, este punto no puede ni debe obviarse jamás.

Nadie da lo que no tiene. Así, antes de cualquier planteamiento sobre la misión de la Iglesia en los años por venir, todo debe descansar en una persona cuya perspectiva religiosa sea sólida y viva. Desde la mirada cristiana, la eficacia de cualquier estrategia depende más de la vida interior de quienes la llevan a cabo que de los recursos operativos o los planes humanos. La Iglesia evangeliza, sobre todo, con el ejemplo de sus miembros que se esfuerzan por vivir con coherencia su fe y son amigos de Dios.

A partir de esto, el paso lógico es evidente: que en el ejercicio del gobierno pontificio prevalezca una visión religiosa, una lógica que no se apoya exclusivamente en criterios humanos, más bien en fundamentos espirituales. Esta perspectiva no siempre es comprendida por el mundo no creyente, e incluso, con frecuencia, tampoco por muchos creyentes. A menudo evaluamos las decisiones de los prelados con categorías puramente humanas, sin advertir que se trata de una dimensión distinta del pensamiento y del discernimiento.

En este sentido, es natural que la narrativa de la película Cónclave esté profundamente novelada. Acertada en lo que toca a la recreación de la Capilla Sixtina y los rituales del cónclave, pero exagerada en lo que respecta a las intrigas, grupos y juegos de poder.

Sí incluso en el plano humano los criterios de management no se aplican de forma idéntica en una empresa, un gobierno o una ONG, con mayor razón resultan insuficientes para comprender la lógica que rige la elección de un líder religioso. La diferencia no es solo estructural, sino —diríamos sin exagerar— cuántica, cuando se introduce la dimensión espiritual, que trasciende lo meramente organizacional.

Me resulta curioso leer algunas notas periodísticas sobre el tema. Esta semana, un encabezado señalaba la existencia de “expectativa y secretismo” a pocos días del Cónclave, insinuando que los cardenales se rehusaban a dar pistas sobre quién podría ser el próximo Papa. En otra publicación se afirmaba que, apenas un día después del fallecimiento de Francisco, ya había surgido una tensión por la sucesión, señalando a dos cardenales como posibles candidatos. Dejó a su criterio determinar si estas notas responden a un ejercicio periodístico serio o a un enfoque sensacionalista.

¿Pueden existir cardenales politizados, ideologizados o excesivamente humanizados? Si. Pero no parece ser la característica general del actual Colegio Cardenalicio. En su gran mayoría, se trata de hombres profundamente identificados con la misión sobrenatural de la Iglesia.

Cualquier pronunciamiento del Papa —sea sobre una guerra, una crisis económica, un modelo político, una catástrofe natural o la explotación de personas— debe partir, ineludiblemente, de una perspectiva religiosa, anclada en una fe profunda. Sólo después pueden entrar en juego ciertos criterios humanos que, con mayor o menor acierto, podrán colaborar en la solución de los problemas. Pero nunca deben ser el punto de partida.

El segundo reto: El Evangelio a todas partes

Javier Cercas publicó recientemente El loco de Dios en el fin del mundo. Todo comenzó cuando un personaje del Vaticano se acercó a él con una propuesta insólita: viajar junto al Papa Francisco a Mongolia, entrevistar libremente a diversas personas en el Vaticano y publicar sus conclusiones con total independencia. La invitación captó de inmediato su atención, no solo por lo interesante del tema en sí, también porque le ofrecía la posibilidad de abordar una pregunta que lo acompañaba desde hacía años: si su madre, viuda, realmente se reencontraría con su padre fallecido en la otra vida.

Un magnífico libro, escrito desde la perspectiva de un ateo, intrigado por la personalidad polifacética y compleja del Papa Francisco, aunque al mismo tiempo admirado de la labor de tantos misioneros en rincones complicados del mundo. Cercas se sorprende precisamente de la faceta profundamente misionera de Francisco. Una de sus conclusiones es que, si la Iglesia recuperara esa vocación misionera, y de ese modo acercará más a Cristo a las personas, tendría un alto impacto.

En esa línea, antes que plantearse cualquier estrategia de ayudar a resolver problemáticas sociales importantes como la pobreza o la migración, el nuevo Papa tendría que proponerse llevar a Cristo a numerosos lugares en el mundo, transmitir su palabra, ilusionar a las personas con su mensaje, intentar cambiar vidas positivamente a través del enorme tesoro del cristianismo. No significa necesariamente que tenga que hacerlo en primera persona, sabiendo que las personalidades de los pontífices se prestan más o menos a los viajes misionales. Pero sí que sea una evidente prioridad en su modo de gobernar y de dirigir, por ejemplo, a obispos, sacerdotes y laicos, animándolos a tener en primer lugar una profunda vida interior y, después, a compartir esa riqueza con los demás.

El Evangelio da esperanza a los que tienen un presente difícil; certeza a los que dudan; sentido de vida a los que trabajan; alegría a los que menos tienen; seguridad a los que enfrentan miedos. No hay persona en el mundo, de cualquier religión, circunstancia o continente, que no pueda recibir luz de estos contenidos. A los cristianos, además, les proporciona todas las herramientas para vivir con plenitud y alegría su fe en medio de las circunstancias profesionales, personales, sociales que les rodeen. He ahí una de las misiones prioritarias de cualquier Vicario de Cristo.

Después de abordar los puntos fundamentales, que irónicamente suelen omitirse en los análisis de tantas columnas de opinión sobre el tema, entramos ahora en algunas coyunturas actuales importantes.

¿Queremos más cristianos o que los actuales vivan mejor su fe?

En el mundo de las organizaciones humanas, una tensión frecuente es la que se da entre calidad y cantidad. Algo similar sucede en la Iglesia: ¿hasta qué punto conviene promover el crecimiento numérico del catolicismo en el mundo? ¿O sería preferible acompañar más profundamente a quienes ya forman parte de la comunidad eclesial para que vivan mejor su fe?

En este sentido, el Papa Francisco adoptó una estrategia con un espíritu claramente misionero. Sin embargo, no buscó tanto convencer a otros de convertirse al catolicismo —de hecho, evitaba el término “proselitismo”—, sino mostrar la fe a través de la vida misma, confiando en que ese testimonio pudiera ser camino para que otros se encontraran con Dios. A mi juicio, una decisión muy acertada.

En rigor, a la Iglesia deberían preocuparle poco las cifras. Esa fue precisamente la actitud de Cristo, que actuó casi siempre desde las minorías. Sin embargo, los números reflejan realidades, permiten hacer un balance de lo que se ha hecho bien o mal y ofrecen criterios para discernir cómo transmitir con mayor eficacia el Evangelio. Por eso pienso que este será un tema relevante en la elección del próximo Papa.

Según el Anuario Pontificio, la población católica mundial ha crecido en los últimos veinte años, pasando de unos 1,086 millones en 2005 a cerca de 1,406 millones en 2025. El número total de cristianos —sumando todas las denominaciones—, de acuerdo al Seminario Teológico Gordon-Conwell, también ha aumentado, de aproximadamente 2,200 millones a 2,640 millones en el mismo periodo. No obstante, dado que la población mundial también ha crecido, conviene observar los datos relativos: si en 2005 el 16.5 % de la población mundial era católica, hoy lo es el 17.1 %; en cuanto al cristianismo en general, se ha pasado del 33.5 % al 32.1 %.

Contra lo que la intuición podría sugerir, sobre todo influida por la opinión pública en Occidente, el catolicismo ha crecido en las últimas décadas. Pero para comprender mejor esta realidad, hay que desglosar los datos por regiones y países.

El crecimiento ha sido particularmente notable en África y Asia. Países como Nigeria y la República Democrática del Congo presentan los mayores aumentos absolutos de católicos. En contraste, en naciones como España, Italia y Polonia, la población católica ha disminuido. En Asia, se observa crecimiento en países como Filipinas, India y Corea del Sur, donde la expansión ha sido amplia en las últimas décadas. China tiene varios millones de católicos a pesar de la política restrictiva de su gobierno; si hubiera un cambio de condiciones algún día, podría crecer de manera muy significativa. En Oceanía, la Iglesia ha crecido de forma más moderada. En América, el panorama es mixto, con avances y retrocesos según el país. Por ejemplo, en el caso de México, ha disminuido tanto el número de creyentes como el de católicos.

Aunque la situación de la Iglesia en Europa occidental es compleja, también allí se dan matices importantes. Francia, por ejemplo, ha registrado un aumento considerable de conversiones al catolicismo en los últimos años. Solo en el último año, se reportan más de 10,000 adultos convertidos, sin contar a los niños bautizados. En Inglaterra, se registran miles de conversiones anuales, muchas de ellas procedentes del anglicanismo. Si en 2005 existían unos 98 millones de anglicanos en el mundo, ahora sólo son unos 80.

Este último dato es especialmente llamativo. La Iglesia anglicana ha flexibilizado muchas de sus posturas doctrinales para alinearse con criterios más liberales del mundo contemporáneo. En contraste, la Iglesia católica ha mantenido una línea más tradicional. Y, sin embargo, es en la Iglesia más conservadora donde parecen encontrarse respuestas que la anglicana, a pesar de su apertura, no ha logrado ofrecer. Esto sugiere que adaptar las normas al gusto de la cultura dominante no garantiza necesariamente el fortalecimiento de la comunidad de creyentes. De hecho, la huida de muchos anglicanos al catolicismo se ha debido precisamente a esa razón.

Una característica de la Iglesia difícil de comprender para el mundo no creyente —especialmente en Occidente— es que sus decisiones no se toman por mayoría democrática, son bajo la convicción de que el Espíritu Santo guía a la Iglesia. Los pontífices son frecuentemente criticados por sostener posiciones doctrinales firmes, especialmente en temas de moral sexual. Pero su lógica no responde tanto a una voluntad de flexibilidad o rigidez, sino al convencimiento de que deben custodiar un mensaje recibido, cuyas normas no son arbitrarias, sino reflejo de una visión del ser humano que buscan transmitir fielmente. Se puede estar de acuerdo o no, pero me parece que la coherencia interna de esta postura merece respeto.

Frente a las tendencias del inicio del tercer milenio —donde la vitalidad de la Iglesia ha sido más notoria en el sur global—, no es un secreto que esto influyó en la elección de un Papa latinoamericano en la figura de Jorge Mario Bergoglio. Del mismo modo, el análisis de las cifras actuales y las proyecciones futuras podría ser un elemento a considerar en la elección del próximo pontífice. No será un factor determinante, pero sí relevante, y de ahí que se hable de la posibilidad de un Papa africano o asiático.

Hoy en día, la distribución de cardenales por continentes es mucho más equilibrada que en el pasado. Esta diversificación resulta valiosa para una Iglesia que busca comprender y acompañar la realidad de los católicos en contextos culturales muy distintos, tanto en Oriente como en Occidente, en el norte y en el sur.

¿Aspectos prioritarios dentro de la Doctrina Católica?

Si uno abre el Catecismo de la Iglesia Católica, se encontrará con cuatro grandes apartados: el Credo, los Mandamientos, los Sacramentos y la Oración. Si tomamos uno de ellos, por ejemplo, los Mandamientos, nos encontramos evidentemente con diez capítulos. Cada uno de ellos engloba numerosos aspectos. Si tomamos, por ejemplo, el séptimo, “No robarás”, se desprenden asuntos que van desde la privación de la libertad hasta la práctica de la justicia social. Únicamente abordar ese aspecto podría generar numerosas exhortaciones apostólicas o, incluso, encíclicas.

Pongo lo anterior como ejemplo para intentar mostrar el inmenso panorama de temas que pueden ser abordados por un Papa. Si solo los Mandamientos nos abrirían cientos de opciones, al juntarlos con otros aspectos —que podrían ir desde el sacramento del matrimonio o impulsar la confesión, pasando por la Inmaculada Concepción, o llegando a la diferencia entre oración y mindfulness—, se comprende mejor la magnitud del reto. Lo refiero para explicar que un pontificado no puede abordar todos los temas; que el legado histórico de la Iglesia es enorme; que es preciso establecer algunas prioridades, de acuerdo con las necesidades del mundo actual, dentro de todo ese abanico. Esa labor de discernimiento es uno de los retos de cualquier Papa.

Es por ello que los Papas suelen impulsar unos cuantos temas, intentando no descuidar el conjunto. En el caso de Juan Pablo II, notamos un enorme esfuerzo por la llamada nueva evangelización, escritos sobre la Teología del Cuerpo o la relación entre fe y razón. El Papa Benedicto contribuyó en ese diálogo entre “dos alas de una misma ave” y también dedicó esfuerzos a confrontar la dictadura del relativismo, donde resultó profético al advertir los perversos efectos que puede tener una cultura de la posverdad. Benedicto inició algunas reformas importantes en la Iglesia que continuó el Papa Francisco, por ejemplo, en lo relacionado con la Curia Romana, las medidas contra los abusos sexuales o la incorporación de mujeres en varios roles importantes en el Vaticano. Sí, aunque no lo parezca, estos últimos puntos —que destacó mucho en Francisco— comenzaron desde Benedicto.

Por su parte, el Papa Francisco insistió mucho en ir a las periferias, acercarse a los más necesitados, por ejemplo, los migrantes, los encarcelados o los alejados de la Iglesia, además de un marcado énfasis en la misericordia, tan necesario en la sociedad actual. Tan católico es el enfoque de Juan Pablo II como el de Benedicto y el de Francisco; sencillamente son aspectos o matices dentro del enorme panorama que ofrece el cristianismo y que es imposible abordar en su totalidad en unos cuantos años de pontificado.

En ocasiones, existen enfoques que parecerían antagónicos entre dos Papas. Si bien es cierto que pudiera ocurrir, muchas otras veces son sencillamente tonalidades de gris en un amplio mosaico. Benedicto XVI dejó más fundamentos intelectuales y teológicos para el diálogo con los intelectuales; Francisco prefería dialogar con gente sencilla y le gustaba usar un lenguaje más espontáneo. Ambas son posiciones católicas válidas.

En ese sentido, el siguiente Papa tendrá que dar continuidad a algunas de las líneas de sus predecesores e impulsar algunos aspectos del enorme campo de la doctrina católica citado en las líneas previas, varios de ellos relacionados con las circunstancias del mundo actual. Por ello, precisamente, la importancia de las actividades previas al Cónclave, donde los cardenales analizan estos aspectos y se sensibilizan sobre algunas preocupaciones o retos significativos. Si lo más importante es lo religioso y lo espiritual, ¿por qué no son indiferentes al cristianismo los aspectos humanos y materiales?

Lo humano del cristianismo

Si bien es cierto que el mensaje del cristianismo es trascendente, también es profundamente humano y cercano a la realidad de toda persona. Es la única religión en la que una persona se ha declarado a sí misma Dios, cuestión que no ha dejado de escandalizar desde el primer día de la predicación de su fundador. El hecho de ser Dios y hombre verdadero significa que ha vivido la realidad humana en toda su riqueza: sus sufrimientos y alegrías; el hambre y la sed; la amistad y la traición; y así tantas otras realidades humanas, tanto positivas como negativas.

En ese sentido, el nuevo Papa no puede ser indiferente ante ninguna realidad humana. De ahí también la importancia de estar cerca de los más desfavorecidos: los enfermos, los pobres, los marginados. En una entrevista a Javier Cercas —relacionada con el libro antes citado—, él responde que los misioneros cristianos son muy distintos de las ONG, pues tienen una marcada vocación de servicio y, además de la ayuda humana, poseen un enfoque también espiritual. Una perspectiva interesante la de un ateo, surgida simplemente de convivir estrechamente con estos impresionantes ejemplos de vida.

Afirmar que ninguna situación humana puede serle indiferente a la Iglesia implica también que las realidades positivas deben entrar en su campo de acción. Disfrutar de la vida humana, fortalecer las relaciones familiares, fomentar la cultura, apreciar la belleza… son algunos ejemplos que también pueden ser iluminados por una visión cristiana de la existencia. Pienso que uno de los retos del próximo Papa es presentar el bien de manera atractiva, articulando de forma adecuada la verdad, la bondad y la belleza.

La doctrina católica en una cultura poscristiana

Francisco asumió la cátedra en un momento en el que parecían más palpables algunas divergencias internas. Su respuesta fue recordar que la diversidad, lejos de ser una amenaza, forma parte del tejido vivo de la comunión.

Es natural que las opiniones difieran, incluso con vehemencia, pero la riqueza católica radica en armonizar matices sin contraponerlos como bandos irreconciliables. El próximo pontífice tendrá la pedagogía de la unidad como prioridad: le tocará confirmar que, en la Iglesia, la pluralidad no erosiona la identidad cuando se vive como diálogo y no como pugna, y que, al mismo tiempo, debe administrar una doctrina que es más grande que su propia persona.

Una realidad muy difícil de comprender para los no creyentes es la convicción del católico profundo de que existe una revelación de Dios, que contiene algunos puntos flexibles, susceptibles de acomodarse a los tiempos, pero también verdades reveladas en las que hay que confiar en la sabiduría divina. Claro, si pudiéramos entender completamente a Dios, seríamos Dios. Es necesario ser humildes para reconocer que nuestra lógica humana no alcanza a entenderlo todo, y aceptar que hay aspectos que Jesucristo estableció de determinada manera y que, por tanto, debemos asumir con confianza, incluso si no comprendemos del todo sus razones. 

Cuando estos temas se debaten con vehemencia en la opinión pública, muchas veces en el marco de una cultura poscristiana, conviene recordar que los pontífices, en ciertas materias, no están llamados a imponer un sello personal ni a actuar como innovadores, sino a ser fieles intérpretes de un mensaje que los trasciende.

En ese sentido, uno de los retos del nuevo Papa será discernir con claridad entre lo esencial y lo accidental; mantener la firmeza doctrinal sin dejar de ser comprensivo con las personas y sus inquietudes; saber distinguir entre un acto moralmente inadecuado y quienes lo cometen, pero necesitan acogida y misericordia. Caridad en la verdad y verdad en la caridad; un arte difícil de practicar.

La necesidad de la moral y la ética en el mundo actual

El mundo actual vive numerosas crisis: política, económica, ecológica, por mencionar algunas. Ciertas regiones del mundo atraviesan crisis humanitarias o de seguridad; otras, quizá las más sofisticadas, enfrentan problemáticas de salud mental, creciente ansiedad y vacío espiritual. Detrás de muchas de estas crisis externas se advierten comportamientos humanos inadecuados: faltas a la justicia, desprecio por la dignidad de las personas, rechazo de la naturaleza, egoísmos, individualismos y un largo etcétera. Es decir, la raíz de algunas de estas crisis tiene que ver, en el fondo, con la falta de ética o de moral.

Si bien es cierto que muchos pontífices han insistido en estas dimensiones, el nuevo Papa no debe cansarse de hacerlo. Más aún, sería de gran ayuda que proponga el bien y la verdad de un modo más atractivo y que sea capaz de trazar horizontes de vida esperanzadores. La moral y la ética no son más que marcos adecuados para ser más felices. 

Insistir en el comportamiento ético de las personas y de las instituciones; ser capaz de explicar que la moralidad no es un capricho voluntarista de Dios, que tiene sentido dentro del conjunto de la vida humana; denunciar los abusos que se cometen en distintos ámbitos de la sociedad; subrayar la dignidad de cada persona y de cada vida humana; incidir más profundamente en las conciencias para que las personas sean capaces de comprometerse con el bien, aunque a veces cueste trabajo.

Con frecuencia, la opinión pública se fija en los aspectos “restrictivos” de la moral católica. No obstante, detrás de cada punto existe una lógica que, en última instancia, apunta al bien de la persona. Explicado en lenguaje sencillo, el cristianismo interpreta que Dios ha diseñado al ser humano y al mundo con sabiduría, pero que ese diseño implica ciertas reglas, que no siempre son fáciles de comprender. Es como el instructivo de un coche de juguete para un niño pequeño. ¿Podría volar? Forzadamente, tal vez sí, pero no sería lo óptimo según su diseño: está hecho para rodar. Y si se usa así, es más plenamente coche y el niño disfruta más del juego. Así es la moralidad católica, aunque el reto está en saberla explicar y aplicar en el contexto de los desafíos actuales, no siempre unívocos.

Benedicto XVI insistió en varias ocasiones en que la definición de los criterios morales no podía derivarse de una lógica democrática de consensos. En primer lugar, porque el bien y el mal no necesariamente coinciden con la posición de las mayorías. El obispo Robert Barron recordaba hace poco que, si se hubiera preguntado a los estadounidenses sobre la conveniencia de lanzar la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial, una enorme mayoría habría votado claramente a favor; lo cual, evidentemente, no convierte ese acto en moralmente bueno.

En segundo lugar, porque una lógica de mayorías no necesariamente responde a un principio de equidad. Con no poca frecuencia, existen minorías con poder o con dinero que influyen significativamente en el voto o en la opinión de los demás, y terminan construyendo mayorías manipuladas que no representan fielmente la realidad.

En ese sentido, Benedicto XVI defendía que, para discernir si algo es bueno o malo, era necesario recurrir a instituciones externas imparciales en vez de caer en las pugnas democráticas. En ese aspecto, las grandes tradiciones religiosas tienen mucho que aportar. No es menor lo que la Iglesia puede seguir ofreciendo en este terreno, pues, así como no es la más acreditada para resolver, por ejemplo, el problema técnico del agua en el mundo, sí lo es para ayudar a discernir la moralidad de las situaciones.

Confianza que se teje con justicia y cuidado

Para que la Iglesia brille como luz serena en tiempos de incertidumbre, es indispensable recomponer la confianza allí donde se ha desgarrado. Durante la pandemia, un misionero relató cómo, al acompañar a una sobreviviente de abuso en los Andes peruanos, ella no pidió argumentos jurídicos, pidió la sencillez de ser mirada a los ojos y escuchada con sincero arrepentimiento. Ese clamor recuerda que la credibilidad eclesial, además de normas, necesita gestos que dignifiquen la vida.

La constitución Vos estis lux mundi abrió vías inéditas para responsabilizar a quienes han fallado en su misión de proteger; ahora corresponde traducir esas vías en práctica uniforme, fortaleciendo la justicia restaurativa y la transparencia. Promover una cultura del cuidado —preventiva más que reactiva— es permitir que el Evangelio mantenga su aliento primigenio. Lo mismo vale para la creciente presencia femenina en órganos decisorios. Entre otros beneficios, esto nos ayuda a comprender que dar cauce estable a sus carismas no significa clericalizar, es mostrar la amplitud de la vocación bautismal. 

Principios universales para realidades temporales

El pontificado de Francisco se distinguió por una diplomacia que privilegió gestos elocuentes: aquella oración solitaria en la Plaza de San Pedro en marzo de 2020, su visita a Mosul entre escombros o la inédita consagración simultánea de Rusia y Ucrania al Corazón de María. La Santa Sede recuperó así un protagonismo mediador que parecía adormecido. Con todo, la geopolítica de 2025 ha ganado complejidad, v.gr. la prolongación de la guerra en Ucrania, el ciclo vicioso de violencia en Gaza y el ascenso de una retórica ultranacionalista amenazan con arraigar en la opinión pública la fatalidad del conflicto perpetuo. 

El sucesor de Francisco deberá profundizar la profesionalización de la diplomacia vaticana, blindándola con expertos en derecho internacional humanitario y dotándola de una musculatura comunicacional capaz de competir con la posverdad. Pero, sobre todo, necesitará impulsar y mantener la autoridad moral que sólo se conquista cuando la palabra de la Iglesia no se percibe como cálculo geoestratégico sino como defensora de principios universales como la paz, la caridad o la justicia. 

El Papa no debe ser de izquierdas ni de derechas; es más, son categorías humanas que se aplican a conceptos políticos pero que no son acertadas para encajonar a un líder espiritual. El Papa defiende principios inalienables de la persona humana, independientemente de que países estén involucrados o cuál sea la tendencia de uno u otro gobierno, y ahí debe radicar la raíz de sus planteamientos. 

En su momento, el Papa Juan Pablo II fue muy crítico del comunismo ya que, en su fase extrema, atacaba la religión y prohibía libertades fundamentales. Igualmente fue crítico del capitalismo, especialmente de modelos extremos que promovían un consumismo desmedido o un materialismo individualista. El Papa puede proponer principios más generales, que sirvan a sistemas más socialistas o más capitalistas, donde se defiende la dignidad humana, la caridad, la libertad o la fraternidad.

El cardenal Carlo Maria Martini recordaba que “el cristianismo es un éxodo permanente: salir de sí para entrar en la tierra prometida del otro”. Ese éxodo, traducido a la historia, implica hoy caminar desde la polarización a la sinfonía, de los protocolos a la compasión efectiva, de la diplomacia de pasillos a la profecía que señala los ídolos modernos. 

Cuando el próximo Papa suba a la loggia, su ministerio comenzará en un contexto donde la razón académica y la sed de trascendencia conviven con sensibilidades sistémicas. La Iglesia posee la enorme responsabilidad de ofrecer algo más que retórica moral: está llamada a encender esperanza en los bordes del sistema, allí donde la fe solo convence cuando se traduce en hospital de campaña. 

Francisco nos enseñó que la misericordia no es una nota marginal de la teología, es su pulso vital. Su sucesor tendrá que convencernos de que esa convicción puede volverse estructura estable, política pastoral y signo de los tiempos. Solo entonces el vendaval que levantó el Papa argentino se convertirá en brisa fresca que impulse a la Iglesia hacia el siglo XXI.

Temas selectos del pontificado

Muchos otros aspectos tendrán que abordarse, en mayor o menor medida, en los siguientes años. Como se mencionaba anteriormente, el nuevo Papa deberá elegir sus prioridades entre los numerosos frentes y alternativas que se le presenten.

El respeto a la ecología, que guarda sorprendentes paralelismos con el respeto a la ecología humana; el desastre ecológico es, en muchos sentidos, similar al desastre antropológico que se ha generado cuando no se respeta la dignidad del ser humano. La defensa de esta dignidad en todo momento, en los múltiples escenarios actuales.

La migración, como un fenómeno mundial que acaparó buena parte de la atención del Papa Francisco, es un tema que exige seguir defendiendo la dignidad de cada persona en tránsito.

La sinodalidad, como una práctica más generalizada en la Iglesia, busca privilegiar la escucha activa y elevar los niveles de empatía y sensibilidad ante las múltiples realidades del mundo. Si bien es cierto que ha sido ampliamente abordada por los medios de comunicación —que suelen centrarse en las distintas opiniones sobre aspectos temporales o situaciones irregulares en comunidades católicas—, casi nadie menciona que estos espacios también están pensados para el silencio y la escucha del Espíritu Santo, fundamento imprescindible para que este ejercicio eclesial llegue a buen puerto. No se trata de imponer la propia voluntad, sino de intentar comprender qué quiere Dios en cada ámbito de la vida eclesial.

En la misma línea, una colaboración más estrecha entre instituciones eclesiales, donde se respete el carisma propio de cada una, pero también se valore el vasto espacio de intersección que une más allá de lo que diferencia. Sin dejar de lado el diálogo interreligioso y el ecumenismo que tanto bien pueden hacer a la sociedad cuando encuentran puntos en común que alimentan a todos.

Las herramientas que requieren los católicos actuales para desenvolverse en un mundo digital que, si bien ofrece enormes oportunidades, también ha generado estragos espirituales y morales en muchas personas.

La plaga de la pornografía, que ha debilitado a tantas personas, menos capaces de desplegar una capacidad de amar integral, que comprometa tanto lo humano como lo espiritual.

La necesidad de ofrecer herramientas prácticas a los jóvenes para enfrentar nuevas adicciones, como las apuestas, los videojuegos, o la dopamina de las redes sociales. Pero, sobre todo, la capacidad de la Iglesia de comunicarse con los jóvenes, abrirles horizontes de vida alternativos y atractivos, de escucharlos, de alentarlos e inspirarlos, de enseñarlos a amar, de animarlos a ser generosos con sus vidas y mostrarles que las vidas comprometidas con el bien y la verdad no solo son hermosas, son camino seguro de felicidad. Veo ahí numerosas vías de innovación que es preciso emprender. 

Asimismo, en mi opinión uno de los temas más urgentes: el fortalecimiento de la familia, de las relaciones entre esposos e hijos, y la presencia de Cristo en medio de toda realidad familiar. En esta línea, muchos países han constatado cómo la baja natalidad ha repercutido negativamente en su bienestar general, sus economías y sus perspectivas de futuro. La Iglesia tiene mucho que aportar en la defensa de la familia, la promoción de la vida y el estímulo de vidas generosas que, aunque exigentes, suelen llenar de sentido y plenitud a las personas.

La pura lista de temas deja sin aliento: el papel de la Iglesia en el acompañamiento espiritual de los profesionales, en la formación de líderes con visión ética, en la promoción del arte y la belleza como caminos hacia lo trascendente, o en el diálogo con las ciencias y las culturas contemporáneas. Cada uno de estos ámbitos representa una oportunidad para anunciar el Evangelio en lenguaje comprensible y con propuestas concretas.

Finalmente, y en línea con el Concilio Vaticano II, es fundamental fomentar caminos para que las personas puedan encontrarse con Dios en la vida ordinaria, en el trabajo, en la familia misma. El protagonismo de los laicos puede abrir enormes espacios de oportunidad para llegar a millones de lugares y capitalizar nuevos modos de evangelizar.

Primero lo primero

La historia del papado no ha estado exenta de sombras ni de episodios difíciles. Ha habido pontífices marcados por el escándalo, por la vida licenciosa, o por la confusión entre el poder espiritual y el poder terrenal. Hubo incluso quien desenterró a su predecesor para juzgarlo y, tras condenarlo, lo arrojó al mar.

Durante siglos, la mezcla inadecuada entre el poder político y el poder eclesiástico debilitó la credibilidad de la Iglesia. Sin embargo, esos excesos han sido en buena medida corregidos, y con el paso del tiempo se han consolidado reformas importantes que han devuelto al ministerio petrino su sentido más genuino: el de ser un servicio espiritual, no un trono de mando.

Y aun así, lo más llamativo no es lo que ha fallado, es lo que ha permanecido. Porque a pesar de los errores humanos, graves en algunos casos, la Iglesia ha mantenido una notable coherencia en cuestiones doctrinales y morales a lo largo de más de dos mil años. Esta continuidad no puede explicarse únicamente desde coordenadas sociológicas o institucionales. Para quienes tenemos fe, esa permanencia se debe a la acción del Espíritu Santo, que guía a la Iglesia, particularmente en aquellas decisiones que afectan a la verdad revelada.

Este es, precisamente, uno de los aspectos más incomprendidos por quienes miran a la Iglesia desde fuera. En una lógica moderna, parecería más razonable aplicar criterios democráticos en la elección del Papa o en su toma de decisiones. Pero la convicción profunda de los católicos es otra. No se trata solo de elegir al más capaz según criterios humanos, es intentar discernir a quién quiere Dios para guiar a su Iglesia. Por eso el Cónclave se estructura como un acto espiritual, con espacios prolongados de oración y silencio. Es en ese ambiente —y no en la presión mediática ni en los cálculos políticos— donde los cardenales buscan ser dóciles a la voz del Espíritu.

Y aunque los desafíos del mundo exigen del Papa atención a los asuntos humanos, sociales, culturales y geopolíticos, lo más importante sigue siendo aquello con lo que iniciamos esta reflexión: un buen Papa es, ante todo, un alma profundamente unida a Dios. Primero lo primero. Un hombre convencido de que su papel no es imponer una agenda personal ni satisfacer expectativas externas, sino ser instrumento para hacer presente a Cristo en el mundo. Gobernar, para él, significa servir. Liderar, en clave cristiana, es secundar los impulsos del Espíritu, no protagonizarlos.

Por eso no es raro que muchos de los elegidos al pontificado se resistan en un primer momento. La carga es inmensa, tanto en términos de responsabilidad institucional como por el llamado a encarnar un ideal espiritual tan alto como el del Vicario de Cristo. Cualquier persona consciente de sus límites humanos siente vértigo ante esa misión.

Ahí radica, en el fondo, la diferencia esencial entre un Papa y un CEO, un jefe de Estado, un monarca o un director de ONG. Si bien debe ejercer funciones de organización y gobierno, su tarea más profunda no es la eficiencia ni la rentabilidad, es la fidelidad. El Papa no representa una ideología ni un proyecto personal: representa a Cristo. Su voz no debe ser la suya, sino la que le susurra el Espíritu.

Por eso, más allá del país de origen, del perfil mediático o de las expectativas externas, lo que verdaderamente importa es que el nuevo Papa tenga esa hondura espiritual que le permita ser un servidor humilde, dócil a Dios, valiente ante el mundo, cercano a las personas. Si logra eso, con sus luces y sombras, será un buen Papa. Y eso es lo que deseo, con esperanza, para la Iglesia y para el mundo.

Autor: 

Santiago García Álvarez,

Rector de la Universidad Panamericana Campus México.